El verdadero negocio del contrabando, el habitual, lo dirigían potentados como Kon y Heller; era mucho más sencillo y también más seguro. Bastaba con sobornar a los policías de guardia, los cuales cerraban los ojos en los momentos convenidos, para que cruzaran la puerta del gueto, ante sus narices y con su acuerdo tácito, verdaderas columnas de carros que transportaban alimentos, bebidas caras, manjares exquisitos, tabaco recién llegado de Grecia, y artículos de fantasía y cosméticos franceses.
En el Nowoczesna podía ver todos los días esos productos de contrabando. Era un café frecuentado por ricos, que acudían allí cargados de joyas de oro y diamantes. Entre taponazos de champaña, busconas de llamativo maquillaje ofrecían sus servicios a los especuladores, sentados ante
mesas repletas. Perdí dos ilusiones en ese café: mi fe en nuestra solidaridad general y en la musicalidad de los judíos.
En el exterior del Nowoczesna no se permitía que hubiera mendigos. Los ahuyentaban gruesos porteros armados con porras. A menudo llegaban rickshaws cargados de hombres y mujeres ataviados con costosas lanas en invierno, y con suntuosos sombreros de paja y sedas francesas en verano.
Antes de llegar a la zona protegida por las porras de los porteros, los propios clientes apartaban a la muchedumbre a bastonazos con expresión colérica. No daban limosna; en su opinión, la caridad sólo servía para desmoralizar a la gente. Quien trabajara tanto como ellos ganaría lo mismo que ellos: cualquiera podía hacerlo y si alguien no sabía cómo ganarse la vida era culpa suya.
Cuando por fin se sentaban a los veladores del amplio café, que sólo visitaban por negocios, comenzaban a quejarse de la dureza de los tiempos y la falta de solidaridad que mostraban los judíos estadounidenses. ¿Qué se creían? Aquí estaba muriendo gente por no tener nada que llevarse a la boca. Sucedían las cosas más espantosas y la prensa estadounidense no decía ni palabra, y los
banqueros del otro lado del charco no hacían nada por conseguir que Estados Unidos declarara la guerra a Alemania, aunque estaban en condiciones de presionar en ese sentido si así lo querían.
Nadie prestaba atención a mi música en el Nowoczesna. Cuanto más alto tocaba, más alto hablaban los asistentes mientras comían y bebían, y cada día mi público y yo competíamos por ver quién se imponía. En cierta ocasión un cliente incluso me envió a un camarero para decirme que dejara de tocar unos momentos, porque la música le impedía probar las monedas de veinte dólares de oro que acababa de adquirir a otro cliente. Entonces golpeó con suavidad las monedas contra el mármol de la mesa, las tomó con la punta de los dedos, las acercó hasta su oído y escuchó sin pestañear su tintineo, la única música que le interesaba. No toqué mucho tiempo allí. Por suerte, encontré trabajo en un café muy diferente de la calle Sienna al que iban intelectuales judíos para oírme tocar.
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