Desde muy chiquito me ocurría que cuando estaba adentro de una sinagoga, por algún tipo de celebración familiar, notaba el aire enrarecido y una sensación de intranquilidad que me oprimía el pecho. Mi vieja dice que siendo yo bebé rompía en llanto ininterrumpido y solo paraba cuando me sacaban de allá. El punto extremo fue cuando, con 15 ańos, entré solo en una y a medida que iba avanzando hacia el aron ha kodesh (un armario donde se guardan los rollos de la Torah) comenzaba a escuchar voces, cada vez más fuertes, y podía distinguir palabras de amenaza. Poco tiempo después enfermé de leucemia y estuve a punto de no contarlo, por suerte recibí transplante de médula ósea.

Desde entonces jamás he vuelto a pisar una sinagoga, ni a lucir yarmulke, no a llevar encima símbolos religiosos judíos, ni ninguno que no sea católico.