Lábaru
02-05-2013, 07:22 AM
Para quien no lo conozca Arturo Pérez-Reverte es un escritor español, autor de El Capitán Alatriste y muchos otros libros, es bastante cercano a los latinoamericanos y con frecuencia expresa sus simpatías hacia Méjico. Yo a veces odio a muerte sus críticas a España pero con el tiempo he llegado a comprender un poco su manera de pensar.
Ya que en latinoamérica el mestizaje es una realidad os voy a poner una de sus historias cortas que a mi entender refleja muy bien como empezó todo, cruelmente y sin adornos, y de paso puede entretener a alguien.
Para quién tenga ganas de leer, una historia corta sobre La Noche Triste:
Llovía a cántaros. Llovía, pensó, como si el dios Tlaloc o la puta que lo parió
hubieran roto las compuertas del cielo. Llovía mientras resonaban afuera los tambores, y
los capitanes iban llegando cubiertos de hierro, sombríos, con las gotas de agua
corriéndoles por los morriones y la cara y las cicatrices y las barbas. Llovía sobre
Tenochtitlán, cubriendo la capital azteca de una noche húmeda: lágrimas siniestras que
repiqueteaban en los charcos del patio del templo mayor, y disolvían en regueros pardos
las manchas de sangre de la última matanza, la de centenares de indios mexicanos,
cuando en plena fiesta el capitán Alvarado mandó cerrar las puertas y los hizo degollar,
ras, ras, visto y no visto, hombres, mujeres y niños, por aquello de que al que madruga
Dios lo ayuda, y más vale adelantarse que llegar tarde. Los he cogido en el introito, dijo
luego Alvarado, cuando Cortés fue a echarle la bronca. Se me fue la mano, jefe, se
disculpaba, huraño. Pero por lo bajini se reía, el animal. Los he cogido en el introito.
Bum, bum, bum, bum. Apoyado en el portón, bajo la lluvia, el soldado de ojos azules
reprimió un escalofrío mientras se ajustaba el peto y ceñía la espada. A su alrededor
los compañeros se miraban unos a otros, inquietos. Al otro lado de los muros del
palacio, afuera, los tambores llevaban sonando una eternidad. Bum, bum, bum, bum.
Había toneladas de oro, pero ahora Moctezuma estaba muerto y se acababan las
provisiones y todo se había ido al carajo. Bum, bum, bum, bum. También había miles
y miles de mexicanos en la ciudad, alrededor, cubriendo las terrazas, llenando las
piraguas de guerra en los canales y la calzada entre los puentes cortados. Mexicanos
sedientos de venganza. Bum, bum, bum. Así todo el día y toda la noche, mientras en
lo alto de los templos los sacerdotes alzaban los brazos al cielo y preparaban los
sacrificios. Bum, bum, bum, bum. Aquello sonaba adentro, precisamente en el
corazón, que los más cenizos ya imaginaban fuera del cuerpo, ensangrentado, abierto
el pecho por el cuchillo de obsidiana. Bum, bum, bum. Menudo plan, pensó el soldado
mirando las caras mortalmente pálidas de los otros. Venir desde Cáceres y Tordesillas
y Luarca y Sangonera, que están lejos de cojones, para terminar abierto como un
gorrino, con las asaduras hechas brochetas en lo alto de un templo, aquí donde Cristo
dio las tres voces. Bum, bum, bum. Y además, de tanto oírlos, aquellos tambores
habían adquirido un lenguaje propio.Si uno prestaba atención podía oir que decían:
Teules malditos, perros, vais a morir todos hasta el último, y pagaréis el deshonor de
nuestros ídolos, y vuestra sangre correrá por las aras y los escalones de los templos.
Bum, bum, bum. Eso decían aquella noche, pensó estremeciéndose, los jodidos
tambores de Tenochtitlán.
Cortés, con cara de funeral, no se había ido por las ramas: tenían que romper el
cerco. Dicho en claro, eso significaba Santiago y Cierra España, todos corriendo a
Veracruz, y maricón el último. De modo que cargaron en caballos cojos y en ochenta
indios aliados tlaxcaltecas la parte del oro que correspondía al rey, y luego dijo Cortés
aquello de ahí queda el oro sobrante, más del que podemos salvar, y el que quiera que
se sirva antes de darlo a los perros. De modo que los soldados de Pánfilo de Narváez, que habían llegado los últimos, se atiborraron de botín dentro del jubón y del peto, y
bolsas atadas a la espalda, y anillos en cada dedo. Pero los veteranos que habían
estado en Ceriñola y en sitios de Flandes e Italia y llevaban con Cortés desde el
principio, y nunca se las habían visto como en el matadero de México, procuraban ir
sueltos de cuerpo, sin mucho peso. Si acaso, como Bernal Díaz y algún otro, se
embolsaron alguna joya pequeña, algún anillo de oro. Cosas que no les impidieran
correr en una huida que iba a ser, eso lo sabían todos, de piernas para qué os quiero.
Que no era bueno, como decía la mala bestia del capitán Alvarado, pasearse con los
bolsillos llenos en noches toledanas como aquélla.
http://2.bp.blogspot.com/_0k_iEUEw_Ik/SZ8QiHnMQ2I/AAAAAAAAAIg/awVT4Z5IRQY/s400/La+noche-+codicia-blog.jpg
Bumn. bum, bum. Seguía lloviendo cuando abrieron las puertas y empezaron a salir
en la oscuridad. Sandoval y Ordás en la vanguardia. con ciento cincuenta españoles y
cuatrocientos tlaxcaltecas, con maderos para reparar los puentes cortados.
http://www.vanitatis.com/cache/2009/01/02/14reverte_dentro.jpg
En el centro,
Cortés, otros cincuenta españoles y quinientos tlaxcaltecas con la artillería y el quinto
del tesoro correspondiente al rey. Después salieron los heridos, los rehenes, doña
Marina y las otras mujeres, protegidos por treinta españoles y trescientos tlaxcaltecas,
entremetidos entre los capitanes y la gente de Narváez. Y por fin, Alvarado y Velázquez
de León en la retaguardia, con un grupo de los cien soldados más jóvenes que debían
moverse a lo largo de la columna, acudiendo allí donde el peligro fuese mayor. Eso, en
teoría. En la práctica no había más órdenes que andar ligeros, pelear como diablos y
abrirse paso por los puentes y la calzada como fuera. A partir de cierto punto, cada uno
cuidaría de su pellejo. Dirección: primero Tacuba y luego Veracruz. Eso, los que
llegaran.
Era el turno de los últimos. Tiritando de frío bajo la lluvia, el soldado de los ojos
azules terminó de atarse el saco de oro sobre el hombro izquierdo, se ajustó el
barbuquejo del morrión, sacó la espada y echó a andar. El agua sobre los ojos lo cegaba,
y la oscuridad le impedía ver dónde iba poniendo los pies. La columna se movía con
ruido de pasos, oraciones, blasfemias, rumor metálico de armas y corazas. Iba a ser un
largo camino, se dijo. Tacuba, Veracruz, Cuba, España. El peso del oro lo reconfortaba.
Había venido muy lejos a buscarlo, había peleado y sufrido y visto morir a muchos
camaradas por ese oro. Él tenía la certeza de que iba a salir con bien de aquélla; y a su
regreso ya no tendría que arar la tierra ingrata en la que había nacido, seca y maldita de
Dios, tierra de caines esquilmada por reyes, curas, señores, funcionarios, recaudadores
de impuestos y alguaciles; por sanguijuelas que vivían del sudor ajeno. Con aquel oro
tendría para vivir bien y hacer una buena boda, para poseer su propia tierra y su propia
casa. Para envejecer tranquilo, como un hidalgo, contándole a sus nietos cómo
conquistó Tenochtitlán. Para morir anciano y honrado sin deber nada a nadie. porque
hasta el último gramo de oro lo había ganado con su sangre, sus peligros, sus combates,
su salud y su miedo.
Continúa...
Ya que en latinoamérica el mestizaje es una realidad os voy a poner una de sus historias cortas que a mi entender refleja muy bien como empezó todo, cruelmente y sin adornos, y de paso puede entretener a alguien.
Para quién tenga ganas de leer, una historia corta sobre La Noche Triste:
Llovía a cántaros. Llovía, pensó, como si el dios Tlaloc o la puta que lo parió
hubieran roto las compuertas del cielo. Llovía mientras resonaban afuera los tambores, y
los capitanes iban llegando cubiertos de hierro, sombríos, con las gotas de agua
corriéndoles por los morriones y la cara y las cicatrices y las barbas. Llovía sobre
Tenochtitlán, cubriendo la capital azteca de una noche húmeda: lágrimas siniestras que
repiqueteaban en los charcos del patio del templo mayor, y disolvían en regueros pardos
las manchas de sangre de la última matanza, la de centenares de indios mexicanos,
cuando en plena fiesta el capitán Alvarado mandó cerrar las puertas y los hizo degollar,
ras, ras, visto y no visto, hombres, mujeres y niños, por aquello de que al que madruga
Dios lo ayuda, y más vale adelantarse que llegar tarde. Los he cogido en el introito, dijo
luego Alvarado, cuando Cortés fue a echarle la bronca. Se me fue la mano, jefe, se
disculpaba, huraño. Pero por lo bajini se reía, el animal. Los he cogido en el introito.
Bum, bum, bum, bum. Apoyado en el portón, bajo la lluvia, el soldado de ojos azules
reprimió un escalofrío mientras se ajustaba el peto y ceñía la espada. A su alrededor
los compañeros se miraban unos a otros, inquietos. Al otro lado de los muros del
palacio, afuera, los tambores llevaban sonando una eternidad. Bum, bum, bum, bum.
Había toneladas de oro, pero ahora Moctezuma estaba muerto y se acababan las
provisiones y todo se había ido al carajo. Bum, bum, bum, bum. También había miles
y miles de mexicanos en la ciudad, alrededor, cubriendo las terrazas, llenando las
piraguas de guerra en los canales y la calzada entre los puentes cortados. Mexicanos
sedientos de venganza. Bum, bum, bum. Así todo el día y toda la noche, mientras en
lo alto de los templos los sacerdotes alzaban los brazos al cielo y preparaban los
sacrificios. Bum, bum, bum, bum. Aquello sonaba adentro, precisamente en el
corazón, que los más cenizos ya imaginaban fuera del cuerpo, ensangrentado, abierto
el pecho por el cuchillo de obsidiana. Bum, bum, bum. Menudo plan, pensó el soldado
mirando las caras mortalmente pálidas de los otros. Venir desde Cáceres y Tordesillas
y Luarca y Sangonera, que están lejos de cojones, para terminar abierto como un
gorrino, con las asaduras hechas brochetas en lo alto de un templo, aquí donde Cristo
dio las tres voces. Bum, bum, bum. Y además, de tanto oírlos, aquellos tambores
habían adquirido un lenguaje propio.Si uno prestaba atención podía oir que decían:
Teules malditos, perros, vais a morir todos hasta el último, y pagaréis el deshonor de
nuestros ídolos, y vuestra sangre correrá por las aras y los escalones de los templos.
Bum, bum, bum. Eso decían aquella noche, pensó estremeciéndose, los jodidos
tambores de Tenochtitlán.
Cortés, con cara de funeral, no se había ido por las ramas: tenían que romper el
cerco. Dicho en claro, eso significaba Santiago y Cierra España, todos corriendo a
Veracruz, y maricón el último. De modo que cargaron en caballos cojos y en ochenta
indios aliados tlaxcaltecas la parte del oro que correspondía al rey, y luego dijo Cortés
aquello de ahí queda el oro sobrante, más del que podemos salvar, y el que quiera que
se sirva antes de darlo a los perros. De modo que los soldados de Pánfilo de Narváez, que habían llegado los últimos, se atiborraron de botín dentro del jubón y del peto, y
bolsas atadas a la espalda, y anillos en cada dedo. Pero los veteranos que habían
estado en Ceriñola y en sitios de Flandes e Italia y llevaban con Cortés desde el
principio, y nunca se las habían visto como en el matadero de México, procuraban ir
sueltos de cuerpo, sin mucho peso. Si acaso, como Bernal Díaz y algún otro, se
embolsaron alguna joya pequeña, algún anillo de oro. Cosas que no les impidieran
correr en una huida que iba a ser, eso lo sabían todos, de piernas para qué os quiero.
Que no era bueno, como decía la mala bestia del capitán Alvarado, pasearse con los
bolsillos llenos en noches toledanas como aquélla.
http://2.bp.blogspot.com/_0k_iEUEw_Ik/SZ8QiHnMQ2I/AAAAAAAAAIg/awVT4Z5IRQY/s400/La+noche-+codicia-blog.jpg
Bumn. bum, bum. Seguía lloviendo cuando abrieron las puertas y empezaron a salir
en la oscuridad. Sandoval y Ordás en la vanguardia. con ciento cincuenta españoles y
cuatrocientos tlaxcaltecas, con maderos para reparar los puentes cortados.
http://www.vanitatis.com/cache/2009/01/02/14reverte_dentro.jpg
En el centro,
Cortés, otros cincuenta españoles y quinientos tlaxcaltecas con la artillería y el quinto
del tesoro correspondiente al rey. Después salieron los heridos, los rehenes, doña
Marina y las otras mujeres, protegidos por treinta españoles y trescientos tlaxcaltecas,
entremetidos entre los capitanes y la gente de Narváez. Y por fin, Alvarado y Velázquez
de León en la retaguardia, con un grupo de los cien soldados más jóvenes que debían
moverse a lo largo de la columna, acudiendo allí donde el peligro fuese mayor. Eso, en
teoría. En la práctica no había más órdenes que andar ligeros, pelear como diablos y
abrirse paso por los puentes y la calzada como fuera. A partir de cierto punto, cada uno
cuidaría de su pellejo. Dirección: primero Tacuba y luego Veracruz. Eso, los que
llegaran.
Era el turno de los últimos. Tiritando de frío bajo la lluvia, el soldado de los ojos
azules terminó de atarse el saco de oro sobre el hombro izquierdo, se ajustó el
barbuquejo del morrión, sacó la espada y echó a andar. El agua sobre los ojos lo cegaba,
y la oscuridad le impedía ver dónde iba poniendo los pies. La columna se movía con
ruido de pasos, oraciones, blasfemias, rumor metálico de armas y corazas. Iba a ser un
largo camino, se dijo. Tacuba, Veracruz, Cuba, España. El peso del oro lo reconfortaba.
Había venido muy lejos a buscarlo, había peleado y sufrido y visto morir a muchos
camaradas por ese oro. Él tenía la certeza de que iba a salir con bien de aquélla; y a su
regreso ya no tendría que arar la tierra ingrata en la que había nacido, seca y maldita de
Dios, tierra de caines esquilmada por reyes, curas, señores, funcionarios, recaudadores
de impuestos y alguaciles; por sanguijuelas que vivían del sudor ajeno. Con aquel oro
tendría para vivir bien y hacer una buena boda, para poseer su propia tierra y su propia
casa. Para envejecer tranquilo, como un hidalgo, contándole a sus nietos cómo
conquistó Tenochtitlán. Para morir anciano y honrado sin deber nada a nadie. porque
hasta el último gramo de oro lo había ganado con su sangre, sus peligros, sus combates,
su salud y su miedo.
Continúa...