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Thread: El hilo de León y Castilla / Leon & Castile thread

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    Reivindicación histórica de Castilla (I)

    por D. Claudio Sánchez-Albornoz Menduiña

    Este artículo forma parte de una serie de varios artículos en que la Asociación ha dividido la «Reivindicación histórica de Castilla», conferencia pronunciada el 5 de abril de 1919 por Claudio Sánchez-Albornoz en la Universidad Literaria de Valladolid. Su publicación, que contiene la visión personalísima de D. Claudio sobre el papel de Castilla en la historia de España, no implica la aquiescencia ni el acuerdo total de la Asociación con todas las ideas que su autor expresó entonces, pero sí consideramos que el espíritu de esta «Reivindicación histórica de Castilla» merece ser leído y recibir una reflexión de nuestros lectores.

    PRESENTACIÓN


    Por primera vez en mi vida abandono mi obscuridad y mi silencio para ponerme en contacto con el público. No hubiese salido de mi apartamiento si no me guiase, como al hidalgo manchego en aquella su primera salida por el antiguo y conocido campo de Montiel, un ideal, que acaso el bizantinismo de nuestros días calificará de locura caballeresca.

    Los pensadores de la España contemporánea emprendieron a raíz de la catástrofe del noventa y ocho la revisión crítica de los valores españoles, es decir, de las instituciones, de los ideales, de las personalidades españolas. Pero la emprendieron guiados por un pesimismo desconsolador, y, como el pesimismo no suele ser buen compañero del acierto en el juicio, la crítica de la vida española resultó acerba y cruelísima. No se salvó de la injusticia Castilla: se habló del imperialismo castellano, se la hizo responsable de la decadencia de España; las voces de los pesimistas hallaron eco en Cataluña, y desde esta se nos acusó también de haber desbaratado la hacienda paterna, como si los esplendores y las grandezas de los días de la prosperidad hubiesen sido heredados, cuando fueron ganados por el esfuerzo, la sangre y las riquezas castellanas; y como si Cataluña no hubiese contribuido en algunos momentos a precipitar la decadencia.

    Cierto que Castilla tiene sobre su alma dos pecados: de mansedumbre y de insensibilidad; pero ha llegado a nosotros agotada por su largo vivir, después de haber dado al mundo una civilización poderosa, de haber vivificado con su sangre, con su cultura, con su religión y con su lengua los pueblos americanos; y no es de extrañar que se encuentre agotada, como las matronas fecundas, en su luengo parto de naciones.



    Los castellanos nos debemos por entero a ella; yo he querido por eso consagrarla mi primera aventura, y heme aquí dispuesto a hablaros de su historia. Vacilé entre elegir un punto concreto de la misma, y desarrollarlo ante vosotros con la erudición y los detalles de que hubiera sido capaz, o abarcar en su conjunto el problema castellano de la historia de España. Lo primero hubiese sido acaso empresa más sencilla, acaso más científica; lo segundo era empresa más ardua, pero quizá más viva. En una conferencia de análisis hubiera podido caer en el trampal de la erudición farragosa e indigesta; en una de síntesis, me amenazan dos peligros: el de la vacuidad y el del subjetivismo. Pero la Historia en nuestros días, sin abandonar los campos de la investigación y de la monografía, vuelve por los fueros de la síntesis, y hasta en Alemania, la cuna de la historia de microscopio, surge en los últimos años de su prosperidad, la figura por tantos extremos digna de recordación de Lamprecht, que funda la nueva y ya poderosa escuela de síntesis histórica. Alentado por tan altos ejemplos y guiado por un ideal reivindicador, me lanzo a hablaros de la historia de Castilla en su conjunto, a trazar a grandes pinceladas la curva histórica de la vida del pueblo castellano. No olvidéis que la Historia, tejida por los hombres y por los hombres estudiada, es una disciplina que no ha logrado emanciparse del peso de la tradición subjetiva, y acaso choquen vuestras ideas con las mías; no olvidéis tampoco lo que os decía al comenzar: que es esta mi primera salida, que no soy orador, que al menos no he actuado nunca como tal; que no tengo en mi paleta la gama de colores que yo desearía para mantener vuestra atención, para cautivar vuestro entendimiento; y aunque procuraré suplir con mi esfuerzo mi flaqueza, siempre he de necesitar, con la comunidad de vuestros sentimientos, con vuestra benevolencia.

    INDEPENDENCIA DE CASTILLA

    Se presenta a la Historia en estos momentos como el resultado de la actuación de una serie de factores económicos, geográficos, étnicos… en la vida de la humanidad; se pretende que la Historia es como una superestructura social; se trata en cierta manera de socializar la Historia, negando la eficacia de la acción del individuo, de la personalidad en la vida de los pueblos.

    Se dirá que el hombre recibe de sus antecesores la herencia social y vive dentro del ambiente social de su época; pero no puede negarse que son precisamente las individualidades superiores, las que influyen en la actuación de esos factores, saben elegir los momentos precisos para las transformaciones sociales, y, en una palabra, dentro de las líneas generales que la economía, la geografía y la raza, trazan al desenvolvimiento histórico de la humanidad, tejen la Historia particular de cada pueblo.

    Digo esto, porque hemos de ver en seguida, al hablar de los orígenes de Castilla, la clara intervención de un hombre, de Fernán González. Los pueblos rodean a sus héroes con la aureola de la leyenda, engrandecen sus orígenes con la fábula; Montejo y Coronel en los siglos pasados, Salvá y el Padre Serrano en nuestros días, al recoger esa leyenda y esa fábula, pretenden que la región castellana vivió autónoma desde los comienzos de la reconquista. La Historia va sustituyendo poco a poco a la leyenda; tenía razón el Padre Risco, Castilla vivió hasta el siglo X, como cualquier otro territorio del reino leonés, gobernado, no por un conde hereditario, sino por varios condes nombrados por el rey, amovibles a voluntad del rey, y sometidos plenamente a su soberanía.



    Es un hecho innegable, que en una época en que el feudalismo tendía a la disgregación, en Castilla y en Galicia, regiones apartadas del centro del Estado, regiones a donde no llegaba vigorosa la acción del poder real, tenían que surgir necesariamente, y surgieron en efecto, frecuentes rebeliones que tuvieron que domeñar una y otra vez los reyes leoneses. Cierto que Castilla con sus tierras llanas y abiertas, era acaso entonces más rica que León, montañoso y áspero; hasta en la segunda mitad del siglo XII, el anónimo autor del poema de la conquista de Almería, quizá leonés, hablaba como con envidia de la riqueza de Castilla, de los campos siempre fértiles, de los graneros siempre llenos de la tierra castellana.

    Es seguro que estas condiciones geográficas y económicas, unidas a cierta potencialidad superior de la raza castellana, facilitaron o prepararon la independencia de Castilla; pero fue la voluntad férrea de Fernán González, hombre de entendimiento y de ambición, la que supo aprovechar aquellas circunstancias, la que supo sacar partido de la flaqueza del reino de León, producida por la incapacidad de los sucesores de Ramiro II y por la debilidad de la monarquía, guerreada sin descanso por las armas del califato cordobés, para alcanzar la independencia de su pueblo.

    Se aseguró ésta porque los soberanos de León siguieron siendo incapaces, y porque Almanzor, el genio de la guerra, siguió debelando las fronteras leonesas, haciéndolas retroceder a los primitivos límites de la reconquista.

    A.S.C. Castilla - Reivindicación histórica de Castilla (I)

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    Reivindicación histórica de Castilla (II)

    por D. Claudio Sánchez-Albornoz Menduiña

    Este artículo forma parte de una serie de varios artículos en que la Asociación ha dividido la «Reivindicación histórica de Castilla», conferencia pronunciada el 5 de abril de 1919 por Claudio Sánchez-Albornoz en la Universidad Literaria de Valladolid. Su publicación, que contiene la visión personalísima de D. Claudio sobre el papel de Castilla en la historia de España, no implica la aquiescencia ni el acuerdo total de la Asociación con todas las ideas que su autor expresó entonces, pero sí consideramos que el espíritu de esta «Reivindicación histórica de Castilla» merece ser leído y recibir una reflexión de nuestros lectores.

    LA POLÍTICA CASTELLANA DE UNIDAD

    La independencia, al dar relieve a la personalidad del condado, no interrumpió, sino que favoreció la evolución normal de la historia de España. Pronto se desplazó de León a Castilla la dirección de la política peninsular española; el reino castellano ocupó el primer lugar en el equilibrio de fuerzas de los Estados cristianos; influyó decisivamente desde entonces en su vida y llevó a ella su clara visión de la España futura, consecuencia acaso del espíritu unitario de la meseta. Desde entonces, Castilla consagró sus esfuerzos, dedicó sus energías todas a conseguir la formación de la nacionalidad ibérica; mantuvo enhiesto el estandarte de la unidad, mientras los demás pueblos peninsulares vertían sus actividades en expansiones por el Mediterráneo y el Atlántico.

    Cataluña, unida a Aragón, antes y después de terminar la reconquista, lanzó al mar sus naves, y las barras del escudo catalán, triunfaron primero en Baleares, después en Sicilia, más tarde en Cerdeña, y hasta en la Acrópolis de Atenas, donde el genio de Pericles y el cincel de Fidias habían levantado el Partenón, el santuario de Atenea, el templo de la belleza verdadera y sencilla, como dijo Renant, dejaron huella de su paso las tropas catalanas. Pedro IV pudo decir, refiriéndose a esa maravilla del arte humano, «que era la más preciada joya que en el mundo existía y tal, que en vano todos los príncipes cristianos de la tierra juntos, quisieran hacerla semejante».

    Portugal, terminada su reconquista, cruzó el Atlántico, empezó su expansión por África y, creada la escuela de Sagres, con una tenacidad asombrosa fue descubriendo poco a poco la costa africana de Occidente, hasta encontrar el verdadero camino de las Indias.

    Castilla, entre tanto, se consagraba sin desmayo a su empresa unificadora: en el siglo XI se sometía sin dificultad a Sancho III el Mayor, rey de Navarra y de Aragón, porque éste era el camino de la unidad; ayudaba después fervorosamente a su rey Fernando I, a conquistar León y a apoderarse de la Rioja, con iguales propósitos; reconocía sin obstáculos como su propio rey a Alfonso VI (lo de Santa Gadea es una leyenda, bella, pero leyenda al cabo); e infiltraba en él ese espíritu de unidad que le llevó a titularse emperador de España. En el siglo XII, fue Castilla la que buscó el matrimonio de su reina doña Urraca con Alfonso I el Batallador, rey de Aragón; matrimonio que tan excelentes resultados hubiera producido en orden a la fusión de los reinos cristianos, si no lo hubiese hecho imposible la disparidad de carácter de los cónyuges; y fue también Castilla la que movió a Alfonso VII a coronarse emperador de España en León, y a buscar y obtener el reconocimiento de su soberanía por los reyes, García de Navarra, Ramiro de Aragón, y por el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona.

    Cuando el fraccionamiento de la cristiandad peninsular llega a los límites de lo inverosímil, y existen separados Portugal, León, Castilla, Navarra y la confederación aragonesa- catalana, Castilla sigue siendo cabeza de España, sosteniendo el empuje de la invasión almohade, y organizando la cruzada que había de terminar en la batalla de las Navas.



    n el siglo XIII, Castilla, encarnada en la figura de doña Berenguela, consigue sin derramar una gota de sangre, con las armas de la diplomacia, la unión de las coronas leonesa y castellana en las sienes de Fernando III; compenetrada con éste luego, da el empuje grandioso de la reconquista que había de llevar los pendones cristianos hasta el Mediterráneo y el Atlántico; cuando Alfonso X en los últimos días de su vida trata de desmembrar parte de las nuevas conquistas, Castilla se une a Sancho IV para mantener la integridad del reino; y en los días trágicos de las minorías de Fernando IV y de Alfonso XI, cuando las banderías de los nobles y las ambiciones de los infantes ponían a Castilla al borde del abismo, y Aragón, Granada, Navarra y Portugal trataban de repartirse las tierras fronterizas, fue el pueblo castellano quien, organizándose en hermandades y concejos, apoyó a doña María de Molina, afirmó la corona en las sienes de los reyes niños, y mantuvo la intangibilidad del territorio castellano.

    Unidos definitivamente los reinos de León y Castilla, continuaron juntos esa política de unidad, que tuvo un fracaso sensible en Aljubarrota, en la tristemente célebre jornada de Aljubarrota, y un éxito glorioso en Caspe, en donde los compromisarios de los tres reinos de Aragón, de Valencia y de Cataluña, llevaron al trono aragonés a un príncipe castellano, a don Fernando de Antequera, tronco de una dinastía que no olvidó su origen, que tuvo intereses e intervino en la vida de Castilla, y que había de facilitar años después la unión de las dos grandes monarquías españolas.



    lara ven la importancia del compromiso de Caspe en este orden, los que hoy rechazan la unidad peninsular; por ello, rencorosos, declaran la sentencia injusta y fatal; por ello también afirman que en él se interrumpe la historia catalana, como si Alfonso V, nacido en Castilla pero rey de Aragón, no hubiese continuado la política de expansión mediterránea apoderándose de Nápoles. No hemos de desentrañar jurídicamente el compromiso; le salvan de la crítica los resultados beneficiosos que produjo para el porvenir del pueblo español.

    LA VIDA INTERNACIONAL DE CASTILLA EN LA EDAD MEDIA

    Consagrada Castilla a la formación de la nacionalidad ibérica, vivió un poco al margen de la política internacional europea. La situación geográfica y las necesidades de la Reconquista, que llenaban por completo nuestra actividad, nos hicieron marchar retrasados con relación a Europa. Francia, nuestra vecina, nos sirvió en algunos momentos de maestra; en el reinado de Alfonso VI, Castilla sufrió vigorosamente los efectos de la influencia francesa, con la venida de los cluniacenses, las peregrinaciones, y la presencia de princesas y de caballeros de allende el Pirineo en la corte. Desde entonces, nuestras relaciones con la monarquía franca fueron frecuentes y cordiales.

    Después de las aventuras, de ensueño más que de realidad, de Alfonso X, empeñado en coronarse emperador de Alemania, que estudia Ballesteros en su discurso de ingreso en la Academia de la Historia, después de las cuestiones a que dio origen la herencia de los Cerdas, de las que trata Daumet en su libro «Estudio sobre las relaciones de Francia y de Castilla de 1255 a 1320», vivimos cerca de dos siglos en estrecha alianza con la vecina ultrapirenaica.

    En los días de Pedro I, Francia, no obstante su lucha con Inglaterra, pesaba demasiado en la vida internacional europea; el consejero de este rey, don Juan Alfonso de Alburquerque, consejero y director de los negocios públicos, buscó para don Pedro la mano de la princesa doña Blanca de Borbón, hija del que entonces dirigía los destinos del pueblo francés; pero se interpuso el amor de la Padilla; Francia para vengarse, cayó del lado de los bastardos, los Trastámaras se sentaron en el trono de Castilla, y en adelante guardaron fidelidad a sus valedores.



    No fue sin embargo nuestra alianza mera coincidencia dinástica, sino algo más hondo, unido a la entraña de ambos pueblos, no teníamos intereses encontrados, no teníamos casi fronteras; Navarra se interponía entre ambos Estados evitando posibles querellas fronterizas; Francia necesitaba de nosotros contra Aragón; Castilla de Francia contra Portugal e Inglaterra unidas; nos ayudamos con lealtad; sus tropas lucharon al lado de las castellanas y nuestras escuadras pelearon contra las inglesas en los últimos combates de la memorable guerra de los cien años. La alianza de las dos coronas, estudiada por Daumet en la obra que la consagra especialmente, fue tan estrecha, que no hubo pacto, tratado o compromiso firmado por cualquiera de los reyes de Francia o de Castilla, en que no se salvase desde luego, y en primer término, la obligación en que ambos se encontraban, de apoyarse recíprocamente contra cualquier enemigo de uno de ellos.



    No ocurría lo mismo a Cataluña, y digo a Cataluña, porque fue la política y fueron los intereses catalanes los que prevalecieron en la confederación catalano-aragonesa; no ocurría lo mismo, y hemos de consagrar alguna atención a estos asuntos, por la importancia que tuvieron después en la vida exterior de España.

    Cataluña había sido una prolongación del imperio carolingio en la península; cuando el feudalismo corroyó las entrañas del imperio franco, los feudos del sur de Francia alcanzaron su independencia; mientras ellos se arruinaban en contiendas y luchas intestinas, Cataluña se engrandecía, continuando la reconquista, y se fortificaba, unificándose interiormente con los Usatges, en los que se realzó la autoridad del conde de Barcelona, como jefe de la federación de los condados catalanes. Este crecimiento y esta fortificación de Cataluña, obligaron pronto a los Estados meridionales ultrapirenaicos a girar en la esfera de acción del principado; fortalecido éste aún más con la unión del reino aragonés, la resistencia de aquellos señoríos se hizo imposible, y Cataluña ejerció una influencia decisiva en los países fronterizos del otro lado de los montes. Pero la Francia del Norte se repuso, aprovechó la cruzada contra los albigenses, y al morir en la batalla de Muret Pedro II, el rey de los trovadores, se dio el golpe de gracia a la expansión ultrapirenaica de Cataluña.

    La corona aragonesa inicia en seguida la política mediterránea; en ese camino tropieza con la monarquía francesa; los Anjou batallan con los descendientes de Wifredo el Velloso, ya en los mares de Sicilia y de Nápoles, ya en el propio territorio de Cataluña. Cuando parecía aquietada esta rivalidad de los dos reinos mediterráneos, surge de nuevo la lucha entre ellos al plantearse hacia mediados del siglo XV, y por primera vez en la historia, el grave problema catalán, que obligó a negociar primero y a luchar después, a Juan II de Aragón con Luis II de Francia, su rival en la grandeza, en la astucia, y hasta en la mala fe.

    Mientras Castilla llegaba a la Edad Moderna en excelentes relaciones con la vecina ultrapirenaica, Aragón, para mejor decir Cataluña, atravesaba los linderos de la Edad Media con la espada levantada y con el rencor en el corazón.

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    Reivindicación histórica de Castilla (III)

    por D. Claudio Sánchez-Albornoz Menduiña

    Este artículo forma parte de una serie de varios artículos en que la Asociación ha dividido la «Reivindicación histórica de Castilla», conferencia pronunciada el 5 de abril de 1919 por Claudio Sánchez-Albornoz en la Universidad Literaria de Valladolid. Su publicación, que contiene la visión personalísima de D. Claudio sobre el papel de Castilla en la historia de España, no implica la aquiescencia ni el acuerdo total de la Asociación con todas las ideas que su autor expresó entonces, pero sí consideramos que el espíritu de esta «Reivindicación histórica de Castilla» merece ser leído y recibir una reflexión de nuestros lectores.

    LA UNIDAD NACIONAL


    La confederación aragonesa-catalana, veía alzarse además contra ella en el Mediterráneo a las repúblicas de Génova y de Venecia, y a Francia cada vez más poderosa, una vez dominado el feudalismo por la realeza; necesitaba para continuar su expansión hacia Oriente la fuerza y las riquezas de Castilla; Juan II comprendió esta necesidad de su reino; y negoció la boda de doña Isabel con su hijo don Fernando; la monarquía castellana estaba madura para la unidad, y el matrimonio se verificó dentro de los muros de Valladolid. Aragón tenía ya detrás la potencia y la sangre de Castilla, podía continuar su expansión por el mar latino, pero aquella cambiaba la ruta de su vida. Cuando en el monasterio de Madrigal, la que había de ser después Reina Católica, rechazó la pretensión del duque de Berry, príncipe de la Casa Real de Francia, y aceptó la mano del infante aragonés, aseguró, sí, la unidad nacional, pero trastornó para siempre los derroteros de la política internacional de Castilla.



    Después, una injusticia, el despojo de doña Juana la Beltraneja, que hija o no de Enrique IV, era su heredera legítima, una injusticia, sí, pero felicísima para quienes no sentimos el fetichismo del Derecho, dio ocasión a que se fundieran las coronas de Aragón y Castilla y facilitó, con la conquista de Granada, la terminación de la Reconquista. El pueblo castellano que sentía con fuerza esta política de unidad apoyó fervorosamente a los Reyes Católicos, peleando en los campos de Toro y de Zamora y en las serranías y vegas granadinas.

    Los monarcas, guiados por estos ideales, prosiguieron sin vacilaciones su camino buscando la unión con Portugal; casaron a dos de sus hijas con príncipes de la familia real lusitana, y hubo un momento en que un infante, don Miguel, fue al mismo tiempo reconocido como heredero de los tres grandes reinos peninsulares. Don Miguel hubiese realizado la unidad ibérica, pero la providencia, arrebatándole del mundo de los vivos, frustró acaso para siempre el bello sueño de Castilla.

    Muerta la reina, don Fernando se apodera, hay que confesar que por medios no muy lícitos, del reino de Navarra, dando con esto de nuevo motivo al rencor de los exaltados de nuestros días, que incluyen el despojo de los Albret y el de la Beltraneja, con el supuesto de don Jaime de Urgel en Caspe, entre los crímenes que fue preciso realizar para llegar a la unidad nacional, olvidando que los intereses de los pueblos están siempre por cima de los derechos de las personas y de las dinastías.

    Es seguro que la diosa de la Justicia sonreiría con benevolencia al tener noticia de estos desafueros, acostumbrada a tantos despojos inicuos como han perpetrado los hombres y los pueblos en todos los tiempos, y han de perpetrar en adelante. La Historia acudiría presurosa a cubrir con su manto el desmán cometido, de la misma forma que ha ido cubriendo con el velo misericordioso del olvido, crímenes efectivos como los de la Revolución francesa, para recordar sólo, y con aplauso, que en ella se proclamaron los derechos del hombre.



    Los Reyes Católicos transformaron el país en treinta años; acabaron con la anarquía feudal que corroía a Castilla en el siglo XV, convirtiendo a la nobleza de feudal en cortesana; acometieron la imprescindible reforma de la iglesia, evitando así las luchas religiosas que ensangrentaron a otros países de Europa en el siglo siguiente; crearon un régimen político-administrativo superior al antiguo, haciendo reinar la paz en España, y patrocinaron el descubrimiento de América, empresa que por sí sola basta para ilustrar toda nuestra historia, que nos coloca entre las naciones acreedoras de la humanidad, entre las naciones a quienes el mundo debe gratitud eterna: al lado de Judea, que nos dio la religión cristiana; de Grecia, que nos dio su arte y su filosofía; de Roma, que nos dio su Derecho; de Francia, que con la Revolución dio al mundo la libertad individual.

    LA HISTORIA FRUSTRADA DE CASTILLA

    La situación geográfica marcaba al pueblo castellano dos caminos para su expansión. Colocada Iberia como avanzada de Europa en el Atlántico, a ella tocaba explorar el tenebroso mar que había servido de límite al mundo antiguo, y al mundo medieval. En efecto: los dos pueblos peninsulares, hermanos en el origen, en la sangre, en la vida toda, Portugal y Castilla, cruzaron ese mar tenebroso descubriendo los lusitanos las costas de África y el camino de las Indias, y llegando hasta América las naves castellanas.

    Desde el 12 de Octubre de 1492 en que Colón desembarcó en la isla de San Salvador, Castilla tenía la misión providencial de descubrir, de explorar, de conquistar y de civilizar al nuevo continente; pero tenía también el derecho de utilizar las riquezas americanas en provecho suyo.

    Si a aquella empresa se hubiese consagrado la atención precisa, si no se hubiesen gastado las energías de Castilla en trabajos distintos, como veremos luego, el descubrimiento, la conquista y la civilización de América, se hubiese realizado en condiciones más ventajosas para ella, y aunque acaso siempre nos hubiera agotado aquella magna hazaña, que hay partos trágicos que cuestan la vida de la madre, y no ha habido jamás ninguno comparable al que supone dar a la humanidad un nuevo mundo, aunque acaso nos hubiera arruinado la gran empresa de civilizar a América, al menos el oro americano hubiese fertilizado en nuestra patria, y ésta no habría servido de cauce por donde las riquezas de los países vírgenes pasaban a las manos de Europa.



    De otra parte, España estaba situada en el punto de Unión de Europa y África; quizá en los tiempos más remotos habían estado enlazadas por tierra; entonces lo estaban por mar, que no separa, sino que une los pueblos.

    En la Edad Antigua, la península había sido puente por donde entraron en Europa las razas africanas; de allí vinieron probablemente los iberos; de allí procedían también los cartagineses. En la Edad Media fue el muro de contención, el escudo de choque que protegió a Europa contra la invasión semita, y al rechazar hacia el Sur la civilización estacionaria del pueblo musulmán, salvó de la ruina la cultura y la sobreexcitación habitual de los arios.

    El África, la expansión por el África, era cauce obligado para el empleo de las energías sobrantes de Castilla; pero lo exigía aún más la necesidad de vivir soberana de sí mismas, de enseñorearse del Estrecho, necesidad que se había dejado sentir a través de la historia, que habían comprendido cuantos dominaron o rigieron España.

    Los romanos, dándose cuenta de aquella imperiosa realidad, al conquistar el actual Marruecos, no formaron con él región aparte, sino que organizaron allí la provincia Tingitania, que se incorporó a las demás provincias españolas. Los visigodos descuidaron el problema africano; fueron los bizantinos primero y los musulmanes después quienes dominaron en aquellas costas, mientras los godos gobernaban España; por eso se hundió para siempre la monarquía de don Rodrigo.

    Las dos grandes figuras del califato cordobés, las dos mentalidades superiores del pueblo árabe español, Abderramán III y Almanzor, comprendieron así mismo la necesidad de dominar en África, para la vida independiente del Estado español, y así, tanta o más atención que a los reinos cristianos del Norte, consagraron ambos a las cuestiones y dinastías africanas.

    En el siglo XIII la experiencia de las invasiones de los almorávides y de los almohades, que repetidas veces estuvieron a punto de poner en peligro con la Reconquista la formación de la nacionalidad ibérica, aconsejó e inspiró a Fernando III y a Alfonso X la realización de expediciones al África, que al cabo, por razones distintas, no pasaron de la categoría de proyectos.

    Por último, en los siglos siguientes, la presencia de los benimerines al otro lado del Mediterráneo obligó a los reyes de Castilla a preocuparse del problema del Estrecho, y, primero con escuadras genovesas a sueldo, como las de Bocanegra, y después con las castellanas de Jofre de Tenorio, de Sánchez de Tovar y de otros marinos, procuraron dominar el paso que nos separaba de las tierras del África del Norte.



    La reina Doña Isabel comprendió el problema africano. Conquistada Granada en el año 1492, favoreció la expedición de algunos nobles castellanos, de los Fernández de Córdoba (los Alcaides de los donceles), que se apoderaron de Mazalquivir e intentaron adueñarse de Orán y fundar en el Norte de África un feudalismo continuación del andaluz. Pero como la política de los Reyes Católicos se basaba en el principio «quod Deus conjunsit homo non separet«, es decir, en una comunidad absoluta de intereses, la reina tuvo que ceder ante los proyectos mediterráneos de don Fernando y dejar para mejor ocasión la empresa de África; y aunque en su testamento, con visión clarísima, marcaba como derrotero natural de la expansión castellana aquel continente, era ya tarde: las energías y las riquezas de Castilla se habían puesto al servicio de una política en la que no estaba interesada su vida.

    Los Reyes Católicos tuvieron un hijo, el príncipe Don Juan, que era el llamado a continuar la obra de sus padres, y que quizá, ajeno a los problemas del centro de Europa, educado en Castilla y como castellano, hubiese enmendado el error de sus antecesores, y hubiera consagrado a la expansión por África y América la atención que los intereses nacionales reclamaban. Su muerte en edad temprana imposibilitó esta indispensable rectificación; en adelante, el pueblo castellano no había de vivir su vida; por eso puede decirse con justicia que, bajo las naves góticas del templo de Santo Tomás de la vieja ciudad de Ávila, en el mármol esculpido por el prodigioso cincel de Dominico Fancielli, con los restos del príncipe don Juan, está enterrada la historia frustrada de Castilla.



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    Reivindicación histórica de Castilla (IV)

    por D. Claudio Sánchez-Albornoz Menduiña

    Este artículo forma parte de una serie de varios artículos en que la Asociación ha dividido la «Reivindicación histórica de Castilla», conferencia pronunciada el 5 de abril de 1919 por Claudio Sánchez-Albornoz en la Universidad Literaria de Valladolid. Su publicación, que contiene la visión personalísima de D. Claudio sobre el papel de Castilla en la historia de España, no implica la aquiescencia ni el acuerdo total de la Asociación con todas las ideas que su autor expresó entonces, pero sí consideramos que el espíritu de esta «Reivindicación histórica de Castilla» merece ser leído y recibir una reflexión de nuestros lectores.

    LA HERENCIA DE FERNANDO EL CATÓLICO

    Los Reyes Católicos sintieron latir bajo su cetro el genio vigoroso del pueblo español; Don Fernando, más aragonés que castellano, influido por la tradición mediterránea catalana, pensó utilizarlo para intervenir en los grandes problemas europeos. Era en realidad brillante y seductor el camino a seguir actuando en las contiendas que agitaban a Europa al comenzar la Edad Moderna; el Rey Católico se dejó arrastrar por el espejuelo de la gloria; mas para sus sueños de grandeza necesitaba el astuto príncipe presentarse al frente de una monarquía unificada, no a la cabeza de un mosaico de pueblos.

    Todos los reinos peninsulares tenían un origen étnico común: en las costas catalanas, en los llanos de Castilla, en las tierras de los lusitanos, se había mezclado la misma sangre de los pobladores de la península; habían tenido los mismos maestros: griegos, orientales y romanos; las mismas esencias de la Edad Media se habían comunicado a todos ellos: la tradición romana, los principios de la Iglesia de Cristo, y los sentimientos y los ideales de los bárbaros; la misma influencia de la raza y de la cultura musulmana se había dejado sentir en unos y otros; pero habían vivido separados durante ocho siglos, y en ese lapso de tiempo se habían ido creando idiosincrasias especiales, habían surgido instituciones, costumbres, ideales, tradiciones distintas.



    Los Reyes Católicos comprendieron que la fusión de aquellas diferencias no se podía realizar con rapidez por los medios corrientes; necesitaban encontrar un fundente capaz de dar a sus Estados la apariencia posible de unidad. Castilla, mejor dicho, España toda, había sido en la Edad Media el país de la tolerancia; la iglesia, la mezquita y la sinagoga, habían vivido próximas a través de los siglos de la reconquista; hubo, sí, períodos de exaltación en los que se persiguió con crueldad a los judíos; el siglo XV representaba uno de esos paréntesis de la tolerancia, un momento de fanatismo en la historia de España. Don Fernando y Doña Isabel vieron que lo mismo en Cataluña que en Aragón, en Castilla que en Andalucía, existía un odio rencoroso al judío, pensaron que acaso la unidad religiosa podría ser el fundente que ellos necesitaban, y para conseguirla no repararon en obstáculos: expulsaron a los hebreos por el ominoso decreto de 31 de Marzo de 1492, obligaron a convertirse a los moriscos, y establecieron la Inquisición para más apretar los tornillos de aquel edificio de la unidad religiosa, que buscaban para sus fines políticos.

    Se equivocaron, porque aquella, aunque favorecía la unidad nacional, no era bastante para hacer desaparecer las diferencias tradicionales. No se preocuparon de impulsar la fusión estableciendo una comunidad de intereses económicos, sociales y políticos entre sus reinos; por eso a pesar del ideal religioso, la corona aragonesa no sintió con calor la política del siglo XVI, y en el XVII intentó en parte separarse de España. Cierto que los Reyes Católicos obraron guiados por un ideal de grandeza indiscutible, de acuerdo con el sentir de sus pueblos y de su época; esto atenúa su responsabilidad, pero no la suprime, porque los gobernantes no deben dejarse arrastrar por la opinión de su tiempo, sino que tienen, para ser geniales, la misión de escudriñar en el futuro, de orientar las monarquías hacia el porvenir.

    Don Fernando, heredero de la tradición catalana, impulsado por ella, nos lleva a conquistar primero Nápoles y a intervenir después en las contiendas del norte de Italia, es decir, en la Liga de Cambrai y en la Santa Liga; en aquellas empresas se inmortaliza la figura del Gran Capitán, de Gonzalo de Córdoba: en toda nuestra infantería alcanza una fama casi legendaria, consigue ocupar el primer puesto entre las de Europa; pero se enreda a Castilla en aventuras ajenas a sus ideales y a sus intereses tradicionales.



    En esta actuación en la vida de Italia, don Fernando encuentra el obstáculo francés, como sus antecesores los reyes de Aragón y condes de Barcelona lo hallaron en sus expansiones ultrapirenaicas y mediterráneas; el Rey Católico, con la política catalana, hereda la enemistad contra Francia; para mantener aquélla necesita buscar aliados contra la monarquía francesa, acude a Inglaterra, enemiga de nuestra vecina en la guerra de los cien años, y casa a su hija Catalina con el príncipe Arturo, y después con el rey Enrique VIII; acude también a Alemania, cuyo emperador Maximiliano, tenía así mismo hondas querellas contra la dinastía francesa, no como emperador, sino por su matrimonio con doña María de Borgoña, heredera de los derechos de Carlos el Temerario, al mismo tiempo que de sus agravios y sus rencores; casa don Fernando a sus hijos don Juan y doña Juana, con los archiduques Margarita y Felipe; la providencia hace que el trono de Castilla recaiga en la reina Juana; Flandes, el Artois, el Franco-Condado y las pretensiones sobre Borgoña pasan a ser florones de la Corona de España; y el Rey Católico lega a su nieto una herencia fatal, que ciega, que subyuga, que atrae, pero que aplastó a Castilla.

    De una parte, Carlos recibe una doble enemistad contra Francia; de don Fernando hereda la carga gloriosa, pero dura, de la política mediterránea y antifrancesa de Cataluña; de su abuela María de Borgoña, el rencor contra Francia, y para trágica exaltación de sus destinos, mientras recibía de los Reyes Católicos con la corona la política de unidad católica de España, heredaba de Maximiliano el Imperio alemán donde poco después, Lutero, al plantear la reforma religiosa, iba a dividir las conciencias de Europa.

    CASTILLA Y LOS AUSTRIAS

    Castilla, sin responsabilidad en el origen de estas cuestiones, y sin intereses en su planteamiento, tuvo que sostener ella sola, con su sangre y con sus riquezas, el peso ingente de la herencia de Carlos de Austria.



    Hubo un momento de vacilación en Castilla. El pueblo castellano pareció no estar dispuesto a consentir que sus energías y sus actividades se emplearan en aventuras ajenas a sus ideales, a no consentir que se derrochase la sabia castellana por cauces que no eran los que la geografía y la tradición la señalaban. Este momento de vacilación está representado en la historia por el levantamiento de las Comunidades; comenzó éste, como todas las rebeliones, por un chispazo: la nobleza toledana de segundo grado se sublevó para defender las exenciones de sus haciendas; en seguida, el movimiento fue la protesta airada de Castilla contra la desviación de su política, contra el empleo de sus posibilidades económicas en contiendas centro-europeas, en las que no se ventilaba problema alguno que la atañese de cerca; en seguida también perdió la rebelión de las comunidades su carácter; fue un movimiento social semejante a otros muchos de la Edad Media; intentó convertirse en un movimiento político pasando en un instante por encima del absolutismo, y fracasó. Fracasó, porque los que hoy hablan de centralismo, nos dejaron solos, porque los jefes de las Comunidades, es preciso confesarlo, aunque fueron inmortalizados por los románticos liberales del siglo pasado, no estuvieron política ni militarmente a la altura de las circunstancias, y sobre todo, porque el levantamiento de los comuneros no tenía una significación oportuna en la historia: de un lado, era el retroceso, la defensa de privilegios nobiliarios, de exenciones feudales, y de otro, no suponía un avance, sino un salto en las tinieblas.

    Entonces era necesario el absolutismo, que representaba la igualdad de todos ante la tiranía de uno solo, frente a la tiranía de muchos señores, que era la esencia del régimen feudal; y era necesario además porque contribuía a la formación de las nacionalidades en su etapa territorial y a la transformación de la economía de los pueblos, de municipal en nacional. De igual manera que la unidad del Imperio Romano facilitó la predicación del cristianismo, el cesarismo del siglo XVI era un avance preciso en la historia de la humanidad: al despojar a los señores y a las ciudades de sus prerrogativas y derechos y al concentrarlos en el rey allanaba el camino a la revolución que había de arrancarlos del trono, para devolvérselos unificados al pueblo.

    Pasada la efervescencia de las Comunidades, Castilla se avino a sostener en el palenque europeo, la triple divisa de su dinastía. Castilla era país de meseta; en las mesetas, donde la vida es áspera y difícil, las razas, fecundas en su pobreza, se fortalecen en su lucha con la naturaleza, sienten una fuerza expansiva, centrífuga que las arrastra a buscar fuera de su país la vida amable y las riquezas que su suelo no brinda; por eso las mesetas son a manera de grandes viveros de pueblos: el Irak, por ejemplo, fue en las edades más remotas centro de donde partieron las grandes emigraciones que poblaron Europa.

    Castilla, como país de meseta, sentía en el siglo XVI esa fuerza expansiva, que pudo, más aún, que debió ser encauzada por sus gobernantes hacia América y África. Los Austrias aprovecharon aquellas energías para sus fines, que podían interesar a Cataluña en parte, pero no a Castilla; utilizaron la exaltación religiosa del pueblo castellano, para dirigir su fuerza expansiva. Castilla se dejó arrastrar en la loca aventura de su dinastía: el brillo de la gloria la cegó; ¿y cómo no había de cegarla, señores, si nosotros, conocedores de la catástrofe, vacilamos también? No; no vacilamos, y así como Roma no puede renunciar a su historia que la inmortalizó, nosotros, aunque nos haya traído al estado presente de miseria, tampoco podemos renunciar a la nuestra, a nuestra historia del siglo XVI, que más que por humildes hijos de la meseta castellana, parece tejida por los titanes y dioses del Olimpo.



    Jamás un pueblo ha realizado empresa semejante: ni Roma en la Edad Antigua, ni Inglaterra en los tiempos modernos, las dos señoras de los dos imperios más grandes de la tierra, realizaron esfuerzos comparables a los que nos costó el sostener el nuestro, tan poderoso como aquellos. Roma tuvo que luchar en Oriente con pueblos ya caducos, cuya hora en la historia había ya pasado: el Egipto, la Siria, el Ponto, la Judea, la Macedonia, la Grecia, por ejemplo; y en Occidente con razas sin organizar, como los iberos, los celtas y los galos. Inglaterra, en Europa ha luchado siempre al frente de varios pueblos, contra uno; y en el mundo, con razas secundarias por su civilización o por su decrepitud. España tuvo que combatir en Europa con pueblos vigorosos, más fuertes y más ricos que ella, que estaban además en los días de su engrandecimiento, en la curva ascendente de su vida.

    Castilla peleó en el Mediterráneo con los turcos y con los piratas que asolaban sus costas; en Italia, con Francia y con los Papas en muchas ocasiones; en el mar con Inglaterra, y aunque no tuvo que sufrir luchas religiosas intestinas, la política de unidad religiosa encadenó la suerte de España a la política de unidad católica de Europa, y nuestra patria tuvo que intervenir en todas las guerras religiosas europeas, en Alemania, en los Países Bajos, en la Gran Bretaña, hasta en Francia misma.

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    Reivindicación histórica de Castilla (V)

    por D. Claudio Sánchez-Albornoz Menduiña

    Este artículo forma parte de una serie de varios artículos en que la Asociación ha dividido la «Reivindicación histórica de Castilla», conferencia pronunciada el 5 de abril de 1919 por Claudio Sánchez-Albornoz en la Universidad Literaria de Valladolid. Su publicación, que contiene la visión personalísima de D. Claudio sobre el papel de Castilla en la historia de España, no implica la aquiescencia ni el acuerdo total de la Asociación con todas las ideas que su autor expresó entonces, pero sí consideramos que el espíritu de esta «Reivindicación histórica de Castilla» merece ser leído y recibir una reflexión de nuestros lectores.

    LA PLENITUD DEL GENIO CASTELLANO

    Castilla entonces tenía fuerza bastante para llevar su inmensa carga, porque estaba en la plenitud de su vigor el genio castellano, y era aquella su hora en la historia.

    La raza castellana, fortalecida en su lucha con el suelo áspero de la meseta, al difundirse por Europa, al ponerse en contacto especialmente con la espléndida cultura italiana, se afinó espiritualmente. Mientras luchaba en todos los teatros de batalla del mundo, aún tenía energía bastante para crear en España una civilización maravillosa, una literatura en la que se encuentran los orígenes del teatro y de la novela modernas, un arte excelso inmortalizado por sus pintores y sus imagineros, y una ciencia tan importante como desconocida, en la que los eruditos investigadores de nuestros días hallan los obligados precedentes de las doctrinas más avanzadas de las distintas disciplinas cultivadas por el espíritu moderno, no sólo en los campos de la Teología y de la Filosofía, sino también en el Derecho y en la Medicina, y hasta en la Filología y la Fonética.



    Pasma ver el esfuerzo gigantesco de Castilla en todos los órdenes de la vida humana en esta época. Su superioridad en relación a los demás pueblos peninsulares fue tan grande, la potencialidad de su genio tan inmensa, que su espíritu se impuso por su propio vigor en toda la península. En Cataluña, Boscán contribuía con Garcilaso a la reforma de la lírica; en Portugal, Camoens, el inmortal autor de Os Lusíadas escribía tanto como en portugués en castellano, antes de que el duque de Alba conquistara la monarquía lusitana para Felipe II. Los reinos peninsulares vivieron entonces, como consecuencia natural de la realidad, de la savia cultural castellana, giraron como satélites del sol esplendoroso de Castilla. La civilización castellana irradió a Europa entera; en todas partes triunfaba y se imitaba la ciencia y la literatura española; por doquier se publicaban libros castellanos; Alcalá y Salamanca figuraban gloriosas a la cabeza de las Universidades europeas.



    Ni en España ni en Europa el triunfo del genio de Castilla fue impuesto por las armas; precisamente el apogeo de nuestra cultura no coincidió con el de nuestra grandeza militar, sino con el comienzo de su decadencia, y es que el genio de un pueblo llegado a la cumbre de su desenvolvimiento se manifiesta no sólo en los campos de batalla, sino en los más floridos del arte, la ciencia y la literatura, en una palabra, en todas las actividades del espíritu humano.

    LA HACIENDA DE CASTILLA

    Si no faltó espíritu para tan grande empresa, sí faltaron riquezas proporcionadas a su genio. No estaba la economía de Castilla a la altura del vigor de su raza; la pobreza de la tierra, la inclemencia del cielo, su régimen exclusivamente agrario y ganadero, la ausencia de una industria y de un comercio próspero, la expulsión de algunos de sus hijos, los judíos, que se consagraban a la banca, hicieron a Castilla económicamente inferior a la carga gigantesca que sobre ella pesaba.

    Ya los reyes castellanos de la Edad Media habían sentido con frecuencia apuros económicos; los Trastámaras, con sus mercedes y sus despilfarros, habían aumentado los agobios del tesoro de Castilla; los Reyes Católicos, aunque habían, en esto como en todo puesto atención especialísima, sintieron también los efectos de la pobreza de sus reinos, y momentos hubo en que aquella flaqueza de la hacienda estuvo a punto de dar al traste con los sueños de grandeza de don Fernando.

    La hacienda del César Carlos V se sostuvo con las riquezas de Castilla y de Flandes; Gante, su propia cuna, se rebeló por el exceso de tributos que el fisco la imponía; pero pronto fue Castilla sola, la arruinada Castilla, quien mantuvo la carga abrumadora de la política de los Austrias.

    La corona aragonesa concedió al César en su primer viaje a España un servicio en dinero, aunque inferior al de Castilla; otorgó después otro trienal de seiscientos mil ducados, pero le impuso la condición de que abriera personalmente las Cortes, y como el gobierno de sus dominios europeos le imponía una vida permanente de andanzas que le imposibilitaba para cumplir aquella exigencia de los aragoneses, a tanto equivalía esta concesión como una negativa. Felipe II no consiguió de las Cortes aragonesas servicio alguno de gran importancia; y al llegar el siglo XVII Cataluña, encastillada en sus privilegios, se negó a votar todo género de recursos.

    En Flandes, la creación de nuevos impuestos por el duque de Alba, no fue de los menores chispazos que produjeron el incendio. Desde aquel día, los Estados de la casa de Borgoña, se convirtieron de arca, en sima profunda de los tesoros de España.

    América se exploraba entonces: era el momento de la conquista y de la civilización; no rendía grandes cantidades; mucha parte de las que producía pasaban a manos de los funcionarios o se gastaban en nuevas aventuras; y a España llegaban con hartas dificultades, sumas pequeñas, al lado de las que tributaba Castilla, hasta el extremo de referirse como caso, no ya extraordinario, sino único, el arribo en 1532 de una flota con cinco millones de pesos de oro.



    Mientras esto ocurría, Castilla veía aumentar los tipos de sus tributaciones, crear nuevos impuestos, y a sus Cortes, que habían quedado convertidas en una rueda más del organismo económico del reino, otorgar cada año nuevos servicios en dinero. Los Concejos, sobre quienes recaía exclusivamente la carga, pues la nobleza y el clero en términos generales estaban exentos, aun en los días de los grandes triunfos, pedían por boca de sus representantes que se redujeran las aventuras militares y se hiciera la paz; y para atar las cuerdas de su bolsa, exigían a los electos procuradores a Cortes juramento de no votar ningún nuevo servicio sin consentimiento del Concejo mismo. Pero todo era inútil; el Gobierno, siempre apurado discurrió el medio de hacer ineficaces aquellas prevenciones: al entregar sus actas los procuradores a los asistentes de las Cortes tenían que jurar si traían o no poderes plenos, y descubierto el caso, se intrigaba para que se les eximiese de cumplir el juramento prestado, y de no conseguir esto, se acudía a todos los resortes del poder, a fin de ganar en los Concejos las votaciones previas que fueran precisas para que el procurador votase en las Cortes el servicio.

    Después, ya ni esto fue indispensable; el oficio de procurador se convirtió en granjería productiva, se votaba cuanto quería el rey, y este en recompensa de sus prevaricaciones, les daba al finalizar las reuniones de Cortes unos miles de maravedís de ayuda de costa, por lo bien que le habían servido. Un día, la regente de Carlos II, doña María Ana de Austria, para ahorrar a las arcas reales los gastos del cohecho, acabó con aquella vergüenza, suprimiendo las Cortes, y acudiendo directamente a los Concejos.

    Por estos medios, Castilla pagaba un servicio ordinario de trescientos millones, otro extraordinario de ciento cincuenta, que llegó a ser tan ordinario como el otro, y aparte, la serie inacabable e incalculable de impuestos y gabelas que la fertilísima imaginación de los arbitristas de entonces discurrían, tributos cuya cifra hacían aumentar de día en día los apremios constantes del tesoro. Aun así, el déficit crecía pavorosamente; el gobierno tenía que acudir a empréstitos ruinosos; echó entonces de menos a los expulsados judíos españoles, banqueros expertísimos; y tuvo que entregarse en manos de los genoveses y de los florentinos, empeñarles las rentas públicas, y aumentar de esta forma los agobios de la Hacienda.

    LA DECADENCIA

    Entre tanto, los castellanos se alistaban en los tercios de Flandes o de Italia o emigraban a América sedientos de aventuras y de riquezas; entre el estruendo de aquellas épicas hazañas, perdieron la afición a todo trabajo que no fuese el de la guerra; de regreso de sus campañas, hidalgos y caballeros menospreciaron el cultivo del campo y los oficios manuales; apareció entonces la abrumadora burocracia española; los villanos que habían permanecido apegados a la tierra, tuvieron que resistir solos la carga de los impuestos; se expulsó para colmo de males a los moriscos, trabajadores infatigables; se cegaron las fuentes de la riqueza pública, y Castilla se hundió con estrépito.

    Los Austrias, ocupados en las grandes empresas europeas, olvidaron la tradición unitaria de Castilla, descuidaron el grave problema de la unidad nacional, respetaron quizá demasiado el particularismo de los Estados peninsulares.

    Es inexacto, al menos exageración manifiesta, la generalmente admitida tiranía centralista de los Austrias; no se trató con dureza al Portugal conquistado, si se pecó de algo fue de blandos; Felipe II cumplió sus compromisos, y llegó a cometer grave pecado de imprevisión al dejar en Portugal a una rama de la familia real lusitana, los Braganza, que podían, como en efecto sucedió, hacer cabeza de un levantamiento. Se ha exagerado la importancia de la represión de Felipe II en el reino aragonés; castigó, sí con dureza, a las personas, pero cuanto se ha dicho de la muerte de los fueros aragoneses, no pasa de ser una frase retórica; se modificaron, pero en los accidentes, en su esencia fueron respetados, y más aún los de Cataluña. Buena prueba de ello es que ambas regiones, escudadas en sus privilegios, se inhibieron económicamente, como hemos visto, de la carga del imperio español.



    No procuraron los Austrias crear lazos políticos, económicos y sociales entre sus reinos, lazos que los fundieran en el crisol de la nacionalidad española; mantuvieron la política de los Reyes Católicos; agravaron con su inhibición este gran problema de la vida española, y ellos mismos sintieron los efectos desastrosos de su actuación negativa, porque frente a Francia, unificada y vigorosa, tuvieron que luchar a la cabeza de una España que seguía siendo un mosaico de pueblos.

    Los gobernantes del siglo XVI fueron además responsables de dos graves culpas: de incomprensión y de falta de flexibilidad; de incomprensión, porque no acertaron a ver que era locura seguir los rumbos de una política imperialista; y de inflexibilidad, porque no supieron retroceder en el camino de la tragedia.

    En el siglo XVII se agravó el mal, porque mientras Francia tuvo hombres como Richelieu y Mazarino, generales como Condé y Turena, ministros como los de Luis XIV, la providencia nos negó personas capaces de igualarles, de enfrenar al menos nuestra rápida decadencia. Nos dio en cambio a los Lerma y a los Uceda, a los Olivares y a los Haro, a los Nithard y a los Valenzuela, a los Austria y a los Oropesa… medianías todas incapaces de contener la vertiginosa carrera de nuestra ruina. Sólo uno de ellos, acaso el más ilustre de todos, el conde-duque de Olivares, comprendió la tradición castellana, se hizo cargo de la necesidad de procurar la fusión de los distintos reinos, para fortalecer España unificándola.



    Fracasada en Europa la política española de unidad católica, roto el único lazo que ligaba los distintos reinos ibéricos, los dos pueblos peninsulares imperialistas y marítimos que habían tenido ideales propios, distintos de los ideales castellanos, Cataluña y Portugal, ante el fantasma aterrador de la catástrofe, procuraron desasirse del edificio de la monarquía española, para que la ruina de Castilla no les cogiera a ellos. Cataluña, cuando defendíamos sus fronteras en lucha contra Francia, entró en tratos con nuestra enemiga de entonces, su rival en toda la Edad Media y dando por pretexto el desafuero que se cometía al enviar a su propio territorio tropas castellanas y los desmanes que éstas, como todo ejército alojado, realizaban, se levantó en armas contra Felipe IV.

    Siempre ha sido igual la psicología de los directores de la vida del pueblo catalán. Contra el mal gobierno no acuden a remediarlo, sino a abandonarnos. No quieren hundirse con nosotros.

    No puede excusarse la rebelión de Cataluña a nombre de una supuesta tiranía, de un quebrantamiento de sus fueros; se trataba de la integridad de España, y en los casos de peligro, como hemos visto incluso en las naciones democráticas de nuestros días, la defensa de la patria está por cima de todas las libertades y de todos los derechos.



    La rebelión de Cataluña nos impide sofocar el levantamiento de Portugal, se rompe la unidad ibérica, la paz de Westfalia es el INRI puesto a nuestra política de unidad católica, el desgobierno aumenta con los validos y la estultez de Carlos II, el pueblo español pierde la fe en su misión providencial, la miseria y la ruina se ciernen sobre España, y llega un día trágico en que las potencias hablan de repartirse los jirones del trono del rey de los hechizos.

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    Reivindicación histórica de Castilla (VI)

    por D. Claudio Sánchez-Albornoz Menduiña

    Este artículo forma parte de una serie de varios artículos en que la Asociación ha dividido la «Reivindicación histórica de Castilla», conferencia pronunciada el 5 de abril de 1919 por Claudio Sánchez-Albornoz en la Universidad Literaria de Valladolid. Su publicación, que contiene la visión personalísima de D. Claudio sobre el papel de Castilla en la historia de España, no implica la aquiescencia ni el acuerdo total de la Asociación con todas las ideas que su autor expresó entonces, pero sí consideramos que el espíritu de esta «Reivindicación histórica de Castilla» merece ser leído y recibir una reflexión de nuestros lectores.

    ENSAYO DE RENOVACIÓN

    Se inauguró el siglo XVIII con la nueva dinastía; la guerra de sucesión ensangrentó nuestro suelo, consumió nuestras últimas energías; Cataluña otra vez se puso frente al resto de España; ella, víctima de los Austrias según pregonaba en el siglo anterior, apoyó ahora al archiduque austríaco; Castilla, arruinada, sintió ansias de reformas; vio en la nueva dinastía una esperanza; despertó un momento de la postración en que había caído, echó el pecho fuera, unió su suerte a la de Felipe V y los Borbones reinaron en España.



    Luis XIV conocía los graves males de la política española, la situación desastrosa de nuestra hacienda, y como hasta 1709 gobernó a España desde Versalles, envió a un hacendista, Orry, y a un hombre de entendimiento, Amelot, para que, estudiando la cuestión sobre el país, propusiesen soluciones y procurasen encauzar la economía nacional. El primer paso en este camino fue la supresión de los privilegios de la corona de Aragón, política centralizadora al uso de Francia, que hoy se califica de absurda cuando no de brutal. No entraremos a examinar este tema que no hace al objeto de la conferencia; pero no cabe negar que era necesario variar la situación de los siglos anteriores, y que la fusión de los reinos distintos se imponía, si se quería salvar a España. ¿Era posible que siguiesen existiendo aduanas en la frontera de Castilla y Aragón? ¿Era justo que fuese Castilla, la arruinada Castilla, la única que sostuviese las cargas del Estado? ¿Era admisible que los reinos de la corona aragonesa siguieran gozando de las ventajas, sin contribuir a sostener los gastos públicos? Y si no lo era, si era un crimen contra Castilla el que se cometió durante los siglos, ¿por qué había de seguir perpetrándose?

    Para evitarlo era necesario cambiar el régimen político, para aumentar los ingresos e igualar la tributación de las regiones, se imponía modificar la organización particularista, y a pesar de la oposición del duque de Orleans, se suprimieron los fueros de Aragón, de Cataluña y de Valencia, para bien de Castilla y para bien de España.

    La nación reaccionó; los reyes, bien intencionados, llamaron a la clase media al Gobierno, modificaron en parte la administración del Estado, se rodearon de hombres de entendimiento claro y voluntad recta, como Patiño, Campillo, Ensenada, Floridablanca, Aranda y Campomanes; a los rincones más apartados de Castilla y del reino todo llegó la acción reconstructora de los ministros de Fernando VI y de Carlos III; se contuvo un poco nuestra decadencia, pero todo fue en vano; las tareas de reconstitución que debieron llenar exclusivamente nuestra actividad, en ese siglo, se vieron anuladas por continuas guerras, pues unas veces ambiciones de mujeres y otras debilidades de familia, nos arrastraron insensatamente a intervenir en los grandes conflictos europeos, para colocar a los hijos de Isabel de Farnesio en tronos italianos primero, y para ayudar a la ya decadente Francia después.



    Cuando el despotismo ilustrado, producía, sin embargo, sus saludables efectos en España, con cierto retraso en relación a Europa, nos sorprendió la revolución francesa. En adelante, los Gobiernos incapaces de Carlos IV interrumpieron la obra renovadora de sus antecesores, y llevaron a España a la servidumbre de la república primero, del directorio más tarde, y del imperio francés por último.

    LA CASTILLA CONTEMPORÁNEA


    Castilla llegó al siglo XIX, ingresó en la Edad Contemporánea, agotada por su intenso vivir, postrada por tres siglos de esfuerzo gigantesco; pero Castilla no había muerto; dormía.

    La Revolución francesa y Bonaparte entonces, de la misma manera que Alemania y Rusia hoy, y España y la Reforma en el siglo XVI, rompieron con violencia el letargo de Europa, e hicieron andar a la humanidad que se estancaba en una paz sin vida, que se detenía en su camino nunca interrumpido. Castilla sufrió como el mundo entero los efectos de esta sacudida apocalíptica; su alma despertó a la vida ante los recios aldabonazos de la guerra por nuestra independencia, acudió a su vieja panoplia, empuñó sus armas acaso ya mohosas, y dio muestras de aquella fibra inagotable del heroísmo que la había llevado a la cima de su grandeza. Terminó la contienda, con el vencimiento del corso Bonaparte, que Francia y Napoleón entonces, como España y el Imperio en el siglo XVI y como Alemania y Rusia hoy, no pudieron dar al mundo una nueva organización social, una nueva civilización sin el propio sacrificio de su grandeza y aun de su misma vida.



    Castilla volvió a su letargo; presenció en seguida la emancipación de sus hijas de América, que llegadas a la mayoridad, aspiraban a regirse por sí mismas, y durante un siglo luchó unida a sus hermanos por conseguir la libertad política del pueblo español, y digo del pueblo español, porque tres siglos de vida en común habían fundido a los diversos reinos medioevales, y España, en medio de las amarguras de la catástrofe, se presentaba unida ante el mundo. En este siglo de lucha civil llegaron a transformarse las instituciones, el régimen político se organizó según las normas de la democracia europea; pero la sociedad no se transformó económica y culturalmente a la vez.

    En la periferia de España, y en algunas fajas del interior, donde el clima es más templado, el suelo más fértil, el subsuelo más rico y la comunicación con el mundo más fácil; han surgido grandes centros urbanos, fabriles y mineros, en los que España se ha incorporado a la vida de Europa. Castilla, casi toda la antigua corona castellana, que arrastra el peso de su trágica decadencia, ha permanecido estacionada, cultivando la tierra sin transformarse económica ni culturalmente. Salió de las manos de la Iglesia para pasar a poder de los compradores de bienes nacionales, seguir sirviendo a sus antiguos señores, y para caer hoy en manos de los logreros y de los usureros de nuestros días. Se constituyó con la desamortización de burguesía liberal del siglo XIX; ella, los propietarios de abolengo feudal y los enriquecidos de los últimos tiempos, no han hecho nada o han hecho muy poco por transformar la riqueza y la cultura española. Surgió como consecuencia del desequilibrio entre la organización política y la social, la necesidad enfermiza del caciquismo; no aparecieron los caciques como planta de generación espontánea, fueron los pueblos al margen de la cultura y de la riqueza los que crearon al cacique.

    Mientras no transformemos aquélla y ésta, mientras no libertemos al pueblo castellano económica y culturalmente, cambiará de amos, acaso sustituya unos taifas con otros, acaso si la burguesía, no acostumbrada como en Europa al sufrimiento, no cede dándose cuenta de las exigencias de los tiempos, estos entronicen el caciquismo de los explotadores de la rebeldía; cambiará de amos, pero seguirá en servidumbre.



    EL PASADO Y EL PORVENIR

    Esta es la historia de Castilla. En la Edad Media fue el instrumento de la formación de la nacionalidad española; en la Edad moderna sostuvo el peso del imperio español, y fue la víctima de una política heredada de Cataluña, de los errores de sus gobernantes, y del abandono de los demás reinos peninsulares.

    Habrá cometido errores, ¿quién, hombre o pueblo, no los comete alguna vez? Habrá tenido momentos de vacilación y de flaqueza, pero nunca se ha envilecido con el egoísmo; ha sido siempre generosa, pródiga de sí misma. Cuanto se diga de la tiranía de Castilla, es una falsedad cuando no es una infamia. Castilla ha vertido sus energías en cauces que no eran los suyos, no ha vivido su vida; tiene derecho al amor, al menos al respeto de las demás regiones. Y termino con el pensamiento puesto en el porvenir. España está situada en el centro del mundo del mañana, en el sitio donde se unen Europa y África, el continente que es y el que será; donde se juntan los dos mares de la civilización: el Mediterráneo, que nos lleva a Asia, y el Atlántico, que nos comunica con América. La providencia ha compensado además la pobreza de nuestra tierra con la riqueza de nuestros ríos y de nuestro subsuelo; pueblos más arruinados que Castilla han sentido los prodigiosos efectos de su renacimiento. ¿Lo tendrá Castilla? Tanta miseria ha llevado la insensibilidad a su espíritu y la mansedumbre a su voluntad. Si sabe aprovechar su situación en el mundo, explotar sus riquezas, transformar sus cultivos, libertarse económicamente, despertar de su letargo espiritual, buscando su engranaje con el pasado, pero mirando siempre al porvenir, acaso sea una realidad el renacimiento de Castilla.



    Para lograrlo, quienes consagramos nuestras vidas a las tareas del espíritu, tenemos el deber de sacar a Castilla de la mansedumbre y de la insensibilidad; los demás el de transformar su economía; todos el de cruzarnos caballeros de una nueva cruzada de reconquista, de una reconquista más difícil que la del solar patrio: la reconquista del alma de Castilla para la cultura y el trabajo.

    He dicho.

    A.S.C. Castilla - Reivindicación histórica de Castilla (VI)

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